La
frase “el arte ha de producir orgasmos” podría ser una buena aproximación a los
fines del arte. Sería, al menos, inusual, que ya es algo. Estamos tan cansados
de los tópico, de los clichés, de las opiniones previsibles de los mandarines
del arte, que las definiciones que desencajen en el geométrico ámbito de lo
canónico, nos gustan, rozan algún resorte de inconformismo que muchos siglos de
ortodoxia habían casi sepultado en nuestro cerebro. Ponerse delante de un
cuadro y correrse; o no. Escuchar una pieza sinfónica y eyacular; o no. Leer un
libro y alcanzar el clímax; o no. Ese “no” significa que lo que hemos
contemplado, escuchado o leído, no es arte. La fruición estética debe conllevar
una descarga de semen espiritual. Lo demás es pornografía barata, objetos
mercantiles y de consumo, no es arte. El arte es largo y la vida corta, decía
un adagio latino. Es largo, quizá, para abreviar el tránsito. Pero un tránsito que
ha de discurrir por cimas, no por valles. Cimas de
inaccesible nieve siempre canas, cimas de fruición, de placeres, de
orgasmos. Y si no hace nuestro tránsito más breve, lo hará más gozoso. El arte
es otra vida de la vida, la vida en miniatura, el resumen perfecto de su
original más borroso. Antes, este concepto de placer extremo en el arte sería
considerado blasfemo, porque el arte estaba sojuzgado por la religión.
Experimentar un orgasmo contemplando una madona o una inmaculada hubiera
supuesto, tras la excomunión, la hoguera. Defender hoy que el arte debe
producir orgasmos nos excomulga también, pero no conlleva pira ejemplarizante.
La religión de los marchantes es menos ruda, al menos mientras el heterodoxo,
casi siempre en minoría, no haga peligrar los grandes beneficios que suele
proporcionar su profesión. Necesarios al arte, estos mercaderes al arte
necesitan. Y es tal su poder suasorio que venden sus productos incluso a
individuos no adictos al estremecimiento de la piedra o el lienzo. Y es que
esgrimen, con pericia, el juego de las reputaciones indudables.
Zaragoza, 4 de julio de 2018
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