La
espontaneidad. La espontaneidad es difícil de conseguir fuera de la infancia.
Al crecer, al madurar, nos vamos llenando de máscaras y trajes que impiden ver
lo que somos en realidad, en ese desnudo (y secreto) interior. La cultura, en
este caso, añade más máscaras y más atavíos. La cultura es represión de
instintos. Lo sabemos por Freud. La espontaneidad habita sólo en los niños y en
los pueblos muy primitivos. Pero hay actos que nos devuelven por unos instantes
la espontaneidad perdida. Uno de ellos es el salto. El fotógrafo que pensó en
sacar a un elenco de celebridades de la cultura saltando (lo siento, conservo
una foto pero ahora no recuerdo el nombre) tuvo una idea inspirada. Durante un
instante, instante que recoge la foto, el personaje se desprende de sus
máscaras, queda desnudo de gestos y se muestra tal como sería retornado a la
inocencia. En ese suspenso magistralmente sostenido el sueño sombra suele
vestir de bulto bello. Se iguala con el salto la personalidad. La espontaneidad
se extiende delante del ojo de la cámara. Es fácil advertir el prestissimo
nervioso o el lento aristocrático de ciertos brincos. Ciertas acrobacias pueden
mostrar que se es fuga de faisanes de sangre ardiendo, pues la verdad acecha en
los impulsos. Es por ello que hay saltos acrobáticos, saltos de tímido, saltos
bailarines, saltos de ¡Dios mío, qué chorrada estoy haciendo! La foto, durante
semejante acto desinhibidor tomada, nos mostrará al artista (los artistas
tienen, si cabe, más máscaras que nadie) desnudo de artificio, primitivo y
sincero, él mismo en esencia. Fue una buena idea la que tuvo el fotógrafo al
querer captar a sus personajes en el acto de saltar. Debería hacerse también
con los políticos. El salto les desnudaría y nos llevaríamos grandes sorpresas.
Podríamos descubrir en el salto del conservador a un progresista camuflado, o vislumbrar
en un nacionalista antiespañol el torero ancestral que lleva dentro. Sí, sería
clarificador. Y divertido.
Zaragoza,
18 de julio de 2018
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