Seguimos con los insultos que se prodigan
entre sí nuestros poetas del Siglo de Oro. Quevedo arremete contra Alarcón en
su sátira poética “¿Quién es poeta juanetes?”, donde le llama contracorito (corito significa nuca plana), clara
alusión a su joroba. Dice así la sátira:
¿Quién
es poeta juanetes,
siendo,
por lo desigual,
piña de cirio pascual,
hormilla para bonetes?
¿Quién
enseña a los cohetes
a
buscar ruido en la villa?
Corcovilla.
¿Y cómo no le iban a caer
pullas a Alarcón, hombre que a su agrio carácter añadía un cuerpo deforme, con
una joroba delante y otra detrás? Todos los poetas de la Corte tomaron parte en
lo que parecía una conjuración de fisga o un concurso de decires sobre sus
corcovas. Téllez le llamó: “Don Cohombro de Alarcón, un poeta entre dos
platos”; Pérez Montalván dijo de él que era: “hombre que de embrión, parece que
no ha salido”; Vélez de Guevara le tildó de “camello enano con loba”, y Pérez
Merino “baúl poeta”. Se le alude también en seguidillas populares, donde se le
llama “almuerzo de niño bajo la capa”, “alforzas de bordonero”, “tortuga con el
manteo”, “dos atabales”. Quevedo, que es el mayor insultador, le agravió con
suspicaces imágenes. Por ejemplo, propagó que la D que Alarcón colocaba
delante de su nombre, no era don, sino su medio retrato; también dijo de él
“que no se sabía si iba o si venía, ya que tenía dos pechos y ninguna espalda”,
en clara alusión a unas coplas famosas que circulaban por la Corte, cuyo autor
era Juan Fernández y que decían así:
Tanto de corcova atrás
y adelante, Alarcón, tienes
que saber es por demás
de dónde te corco‑vienes
o adónde te corco-vas.
Pero Alarcón se defendía con
uñas... y versos. A manera de contraataque, dedicó a Quevedo estas rimas:
-¡Oh,
Musa! Dime, ¿quién es
la
infamia de cuanto vive,
quién
contra todos escribe,
escribiendo
con los pies?
Y
aquel que ofende, ¿cuál es,
a
todo viviente, en suma,
con
infame lengua y pluma,
a
quien nunca el agua moja?
-Pata-coja.
Pero la antipatía tomó a
veces caminos más terrenos que la lírica. Así, Quevedo, con el dinero que
reunió durante su periplo italiano, compró la casa en que vivía Góngora y tuvo
la satisfacción de echarle a la calle escribiendo una cáustica poesía en que
relataba el desahucio y donde cuenta que tuvo que desinfectarla y “desgongorizarla”
para dejarla habitable. Y no cesa en sus pullas, y le llama “alguacil del
Parnaso”, “bobo con crepusculallas”, “cordobés sonado”, etc. Incluso le dedica
un epitafio de muy lograda abyección, que comienza:
Este
que en negra tumba, rodeado
de
luces, yace muerto y condenado,
vendió
el alma y el cuerpo por dinero,
y
aun muerto es garitero.
Y como donde las toman las
dan, Góngora aprovechaba cualquier motivo para zaherir a Don Francisco, como en
esta ocasión en la que se ríe, a soneto batiente, de la afición de Quevedo por
la pintura:
¿Quién
se podrá poner contigo en quintas,
después
que de pintar, Quevedo, tratas?
Tú
escribiendo ni atas ni desatas;
y
así, haces lo mismo cuando pintas.
En estos casos extremos de pandemia
lírica, los versos de los poetas semejan estuches forrados de blanco satén,
pero llenos de instrumentos de tortura.
Zaragoza, 21 de enero de 2019
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