La mujer de la foto
reproduce bastante bien la frustración que deseo mostrar en mi relato más
breve: “Llamaron a la puerta. Corrió a abrir. No era él”. El rostro de la mujer
refleja la misma decepción que imagino en la protagonista de mi brevísimo
relato. Porque la que corre a abrir es una mujer, conviene aclararlo en este
tiempo de parejas de hecho y del derecho y del revés. Sin embargo, mi cuento no
ha alcanzado el renombre del de Augusto
Monterroso: “Cuando se despertó, el
dinosaurio todavía estaba allí”. El mío es casi tan corto (Ay, nube envidiosa,
¿do vuelas presurosa?). Es temible cuando la crítica y la opinión de los
literatos se aúnan para celebrar todo lo que hace determinado autor. Como si el
genio fuese elegirse genial y acertar. Y
no me refiero a Monterroso. Autor hay, consagrado, cuyos títulos despiertan
unánime aplauso, alabanzas en exacerbo. Los lees y percibes que su prosa está
ajustada a martillazos (martillazos de platero, eso sí) para que se acople a
ese canon personal que él mismo construyó, que él mismo sigue ciegamente y que
arrastra a miles de seguidores, que normalmente se despeñan desde esas cimas de
nuevo casticismo. Es como si su primera novela, o la que lo hizo famoso, muy
grande, concedámoselo, hubiera producido un hechizo ennublador de los juicios
de los jueces literarios. Y ahí se entra en el juego de las reputaciones
indudables. Mas de sus infinitos halagos, sus premios y sus jaguares, su
fardar, ¿qué se hicieron?
Pero hablábamos de mi relato breve,
hiperbreve, más corto que el relato famoso de Monterroso. No me fue aceptado en
un concurso de Internet sobre relatos hiperbreves que patrocinaba un escritor
con presencia en los medios. Aceptó, o aceptaron, otros peores. Me causó
resquemor. De ahí esta pequeña apología de mi cuentito. Porque se puede matar
todo menos la nostalgia del reino, y el reino, para un escritor, es el
reconocimiento.
Zaragoza 9 de octubre
de 2014
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