La
infancia, el juego, el espectáculo. La magia de ser niños. Homo ludens. La posesión de una pelota como fin único e inmediato.
Arrebatársela al contrincante. El llanto del desposeído. Su rabia. Su ansia de
venganza. Se prefigura, en la infancia, la madurez. Pero una madurez sin
reflexión, inocente, espontánea, lo que les exculpa. Posee la infancia un alma
cándida pronta a la abnegación y el desconsuelo. En el hombre maduro la
candidez desaparece, y con ella la excusa. Ah, si el tránsito de la vida fuese de
niño a pájaro…
En otros animales, en su gran
mayoría, las crías se lanzan a la vida muy pronto. El águila anima a sus
polluelos a despeñarse, en la confianza de que no lo harán, que ese primer
vuelo les dará alas y flotarán, majestuosos alevines rapaces, en las alturas.
Pero el hombre, o más precisamente, la cría del hombre, alarga su preparación
para la vida mucho más allá de lo que parece natural si lo comparamos con
nuestros co-habitantes del planeta. ¿Es por tener una cenestesia delicada?
¿Está la respuesta en el locus coeruleus,
o en los núcleos del rafe magnus? Pero
la precocidad o su falta en las criaturas humanas varía según las zonas. En los
países pobres un niño puede verse obligado a ganarse la vida con seis o siete
años. En el mundo civilizado, en nuestra sociedad, todos conocemos hijos que a los
treinta años siguen bajo la tutela de los padres. Algunos, raza sedente y
camastrosa, nunca se liberan de esta tutela. Parece una aberración de la
naturaleza, y quizá lo sea. No sobreviven, como rezan ciertos apotegmas pseudo-darwinistas,
las especies más aptas o mejor preparadas. Sobreviven las que sobreviven, y a
éstas se las tilda de más aptas, pues son las que han logrado el propósito
principal de la biología: reproducirse. Pero pueden sobrevivir a causa de una
aberración, a causa de una monstruosidad que la misma supervivencia transforma
en cualidad para la evolución. Entre los naturalistas, sobre este particular, y
sin que sirva de precedente, hay consensus
gentium.
Zaragoza, 3 de
diciembre de 2014
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