Música
sin complejos. O mejor, músico sin complejos. Música desnuda, músico en
camiseta. Mientras pegaba la foto en este documento mi hijo ensayaba al violín
el famoso cuarteto de Boccherini. Cuarteto que hizo famoso a un quinteto, El
quinteto de la muerte, film británico protagonizado por un jovencísimo
Alec Guinnes.
La música de violín es una música
que no admite grados intermedios: o es melodía en espirales bailables o es
chirrido. Mi hijo conjuga ambos estados con tenaz afán. El personaje de la
foto, violinista famoso de origen ruso y nombre judío: Yehudi Menuhin,
posiblemente circularía por la vía de la espiral bailable, o sublime tocable.
El violín es un instrumento que parece pensado sólo para virtuosos. Uno puede
ser un buen pianista, o acordeonista, o trompetista, sin llegar a ser un
virtuoso del instrumento. Un violinista no. No hay buenos violinistas que no
sean virtuosos. La técnica que se necesita para sacarle el jugo musical a ese
pequeño instrumento de aspecto frágil es tan sobrenatural que suele achacarse
su logro a intervención diabólica. Así ocurrió con Paganini. Y en muchas
historias aparece este vínculo: violinista y diablo, virtuosismo a cambio de
vender el alma. Y el caso es que su virtuosismo, el virtuosismo con el violín
nos parece tan elevado, tan remunerador, tan fuera de este mundo, que el precio
de un alma no nos parece caro. Los hay que la venden por menos, por casi nada
(y aquí podríamos poner los nombres de muchos políticos, financieros y
donjuanes).
Porque
la música, ¿cabalga en la armonía o es la armonía? Para responder a la pregunta
nada mejor que unas variaciones para espasmos fulgurantes a manos de Yehudi
Menuhin.
Zaragoza, 11 de
febrero de 2015
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