La
comida. El hambre. La hartura. El despilfarro enfrentado a la necesidad. En los
países muy pobres se tiene miedo a no comer. En los países ricos se tiene miedo
a comer demasiado o mal. Dentro de un pathos de “sentimiento trágico de la
gastronomía”, se cuida uno de los transgénicos, se obsesiona con las fechas de
caducidad, se miden los aportes calóricos de las viandas y sus efectos sobre el
nivel de colesterol. Hoy los productos son desnatados o semidesnatados, abundan
las bebidas light o bajas en calorías o sin azúcar o sin su elemento principal,
como ocurre con el café descafeinado. Beber café descafeinado es como comer
manzana desmanzanada. Si uno toma café es porque tiene cafeína y al tomar té lo
que se busca, entre otras cosas, es el efecto despejador de la teína. Como el
tabaco bajo en nicotina. Una mariconada. ¿Para cuándo la fruta baja en azúcar o
las alubias con aditamentos para evitar la aerofagia? La mayonesa ha de hacerse
sin huevo y pronto veremos la tortilla de patatas hecha con patatas sin
hidratos de carbono. El agua, un bien natural, ya no se bebe del grifo, se
compra en garrafas o en botellas de plástico, que generan residuos que dañan el
medio ambiente. Se produce cerveza sin alcohol y vinos de bajísima graduación,
adecuados, por lo que se ve, para pasar pruebas de alcoholemia. Se abomina del exceso
inútil, de la espuma que pone. Los dulces macrobióticos son dignos de un taller de repostería para misántropos. Si John Dee
ofreciese hoy “la baya del solaz”, un fruto mágico que confiere la inmortalidad,
sería denunciado por las autoridades sanitarias. Lo único que permanece
inalterable, puro, sin aditamentos o reductores, es el hambre en los países pobres.
Pero las conciencias burguesas están en un tris de hallar la fórmula del hambre
“desconcienciada”, o “desgravable”, “desmineralizada” o “baja en humanidad”.
Lamentémonos como el poeta: “Breve bien, caro pasto, corta vida”.
Zaragoza, 25 de febrero de 2015
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