De
sargento para arriba, en el ejército prolifera el herpes de la conspiración.
¿Por qué unos seres que apenas razonan, que hacen de las normas y la obediencia
ciega su principal virtud se erigen tan a menudo en salvadores de la nación?
¿Por qué creen ellos que lo harán mejor que los civiles a los que derrocan? El
pensar no es lo suyo, y el gobierno de una nación exige pensar. Tampoco es lo
suyo la reflexión, ellos sólo conocen la sutileza de la tortura o el argumento
del pelotón de fusilamiento. En todos los cuartelazos (¿cuartelazoos?) la primera baja es la información, la verdad, la libertad. ¿Son
tres bajas? Reflexionen de nuevo (al fin y al cabo no son ustedes militares) y
verán que son sólo una, un triunvirato que sólo vive en democracia. ¿No han
observado cómo los uniformes, los galones, hacen engreídos a quienes los
llevan? Las ínfulas que dan unas jinetas de cabo para sí las querría el catedrático
más estirado. Si hasta los porteros de edificios y los conserjes, embutidos en
uniformes, se arrogan la prepotencia de los milites y jerarcas. Si a tan
solemnes atavíos se añade un arma, el engreimiento se multiplica por varios
enteros. Y cómo se busca, para la soldadesca, a valientes que razonen poco.
Adoctrinados con modalidades discursivas en prosa cuartelera, engañados con la
promesa de vivir las plenitudes del heroísmo, estos pardillos obedecen fielmente
a sus mandos, y no sólo por el temor del castigo. ¿Cómo después de miles de
años de ver lo que representan los ejércitos sigue habiéndolos? ¿No enseña nada
la historia? Sí, enseña que no enseña.
Zaragoza, 11 de
marzo de 2015
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