Bandas armadas.
Terrorismo. Un pasamontañas y un fusil. Ropa cómoda y zapatillas para correr. Y
juventud. No se necesita más para crear un grupo armado que muchos tildarán de justiciero,
patriota, y otros tantos de terrorista. ¿Qué tienen en común todas las bandas armadas
que hasta hoy han sido? La juventud de sus integrantes. No veréis comandos de
viejos, ni suicidas con bombas amarradas a la cintura que peinen canas. Esos
suelen estar detrás como ideólogos. En despachos, pisos francos o mezquitas,
adoctrinan a los jóvenes de cerebro intonso y los convierten en el filo de la
espada. Exaltan con el ardimiento de un viejo profeta. Se aprovechan de un don
que abunda, sobre todo, en los jóvenes: la generosidad, la entrega
desinteresada a los ideales. Y como su juventud no les ha permitido vivir ni reflexionar
sobre los ideales que en el mundo han sido, se subscriben al primero que se les
presenta y les invita a asumir los ritmos prestigiosos del enfrentamiento. Y se
hacen brazo armado, mesnada de causas peregrinas, infantería de Dios o del
bacalao al pil-pil. Por eso, cuando las causas llevan muchos años y los que
fueron su brazo joven y armado, maduran, o incluso envejecen o mueren, y no hay
suficiente savia nueva porque los motivos que generaron el combate han
desaparecido, se dan las condiciones para la paz, para cierta paz, y que hay
que saber aprovechar, como se hiciera en Irlanda del Norte y como la que puede estarse
fraguando en Euskadi. La madurez ayuda a quitar al enfrentamiento su látigo de
histeria, la madurez relaja el fanatismo de lo único. El corazón deja de ser
lago de luna roja.
Zaragoza, 25 de
marzo de 2015
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