El
culto al dinero en nuestra sociedad adquiere tintes preocupantes. Hoy todo se
compra y se vende, desde la justicia, el honor, un cuerpo o una finca. Si el
dinero, o el oro, es identificado por los freudianos con las deposiciones, con
las heces, está claro que vivimos en una época de mierda.
Con harta frecuencia se dice que
cada uno de nosotros tiene un precio. Algunos, por pocos denarios, cuentan sus
miserias en programas basura de televisión, otros, por mucho dinero, corrompen
concejalías para recalificar terrenos. Incluso se compran diputados (véase el
caso del tamayazo) y senadores (véase el filón del cine político
hollywoodense). Pero la gente, en vez de hacer frente común contra el omnímodo
poder del dinero, hace fila para ser el próximo en conseguir regalías
pecuniarias a cambio de lo que sea: levantar falso testimonio, engañar a una
anciana con preferentes o vender su intimidad. Poderoso don Dinero. Pero el
dinero, que no es tonto, también sabe disfrazarse para engañar mejor. Y así
surgen los premios literarios (algunos), las becas de estudio, los estipendios
para las artes, los viajes a congresos y otras formas parecidas de crear
agradecidos.
Uno de los momentos de mi vida en
que pasé más vergüenza ajena, momento en el que descreí de la justicia, fue
cuando leí en la prensa que al ser detenidos conocidos narcotraficantes
gallegos (Operación Nécora), prestigiosos catedráticos de derecho, merceros de
la moral judicial, casi se pegaban por obtener la defensa de semejantes seres
repugnantes. Uníanse así repugnantes con repugnantes. Poco faltó para que
saborease la acerba sustancia espesa del vómito. Ya dijo Nietzsche que el
hombre es materia, fragmento, residuo, arcilla, barro, locura, caos. Y
sobornable.
Zaragoza,
1 de julio de 2015
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