¿Hasta
cuándo es conveniente vivir? ¿Es mejor una vida larga llena de achaques y
dolores o una existencia corta vivida en plenitud? No hay joven que no se
decante por esta segunda opción, pero a medida que transcurren los años, cerca
de la vejez y sus consabidos achaques, pocos mantendrían tan radical elección.
Inmersos en la ancianidad, o senectud (qué dura es la palabra vejez), el ánimo
entorpecido por el miedo a la muerte, la idea de seccionar la vida en el
momento en que ésta se degrada, es sostenida por unos pocos héroes eutanastas.
Decía Cioran que añoraba los tiempos
en que los hombres morían de su primera enfermedad. Hoy la ciencia médica se vanagloria
de poder mantener con vida a vegetales en coma, a seres perforados por tubos y
alimentados por sondas. ¿A qué tanta vanagloria? Esta gloria médica no deja de
ser una vergüenza social. ¿A quién le interesa que personas que han alcanzado
el estado vegetal o mineral sigan con vida? ¿En nombre de qué se puede negar a
un hombre el derecho a morir dignamente? Pero en nombre de hipócritas dioses,
de hipócritas puritanos y centinelas del eterno descanso se penaliza el ayudar
a bien morir a un semejante. ¿Para cuándo el consorcio del suicidio legal?
Ya Fernando de Rojas nos dijo que la
vejez era mesón de enfermedades, congoja de continuo, llaga incurable, mancilla
del pasado, pena de lo presente, cuidado triste de lo porvenir, vecindad de la
muerte. Y a pesar de todo ello los ancianos de hoy se empeñan en prolongar ese
largo suplicio incluso en las condiciones físicas más deplorables. Porque la
vejez sana, lúcida, puede ser un don, pero aquí nos referimos a la otra, a la
que camina con pie inseguro (incerto pede),
a ese oprobio que la ciencia ayuda a prolongar sin sentido. ¡Oh, vejez mala de
malo!
Zaragoza, 8 de julio de 2015
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