El
masoquismo de las masas alcanza su ápice en el verano. En verano las hordas
veraneantes invaden las costas y celebran ritos diarios de arena y sol en
playas congestionadas. La señora de la foto bien pudiera haber existido, pero
es seguro que existirá. ¿Qué motiva este afán nómada, febril, hacia las playas
en verano? ¿Acaso es tan difícil darse cuenta de que se abandona el cómodo
hogar por un apartamento lleno de incomodidades y estrecheces o un hotel
abarrotado? Todo en los lugares playeros es incómodo, desventaja, oprobio: mala
comida, y cara, poco sitio en la playa para poder colocar la toalla, niños que
corren y te tiran arena sobre la piel cubierta de bronceador, baños en playas
sucias y sin espacio para dar unas brazadas. Si te alejas de la costa corres
peligro de ser arrollado por una moto de agua o un gusano hinchable cabalgado
por diez turistas rubios. Inconvenientes que no compensan la esporádica visión
de un tanga que deje al aire y enaltezcan las estribaciones glúteas de una
joven de hermoso ornato. Además están los mosquitos, las bebidas calientes, las
noches de austriacas torturaciones a causa de las verbenas de los hoteles y el
sofocante calor. Aun así, pocos somos los que elegimos quedarnos en casa, con
nuestros libros, nuestro ordenador, nuestro aire acondicionado (opcional),
nuestra ciudad con cines y tiendas, todas vacía para nuestro deleite. El único
inconveniente, lo confieso, es que cierran los quioscos donde solemos comprar
el periódico y el bar donde solemos leerlo mientras degustamos un café con
leche con bollería. Hay que patearse los barrios aledaños para buscar prensa y
café. Pero eso ayuda a conocer la ciudad. ¡Marchad, marchad, malditos!
Zaragoza,
19 de agosto de 2015
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