Siempre
me ha hecho gracia el mito de la reencarnación. Me parece el consuelo o la
zanahoria de religiones que no tienen el señuelo del cielo, la recompensa
eterna por los sufrimientos padecidos. Va, tanto la reencarnación como el mito
del cielo, dirigido a apaciguar a aquellos que menos tienen, a recompensarle en
abstracto (stock options del paraíso) por toda la miseria que han de soportar.
Y uno se pregunta: ¿Cui bono? ¿A
quién beneficia esta creencia apaciguadora? Obviamente a los que poseen, a los
que disfrutan de vidas regaladas y desean mantener ese privilegio: gobernantes,
sacerdotes, oligarcas. Porque si se les dijera la verdad a toda esa porción de
humanidad desheredada, si se les convenciese de que solo viven una vida, la
actual, la que en esos momentos disfrutan (lo de disfrutar es un decir), ¿qué
harían? ¿Se quedarían de brazos cruzados o querrían su parte del pastel? Huida
la posibilidad de reencarnarse en rajá, bailarina o angelote, ¿qué les queda?
Su resentimiento. Y eso es peligroso. Eso es un arma de destrucción masiva.
Otras de las sutilezas del engaño de trascendencia es que también posee
escaleras descendentes. Una mala persona, o el gobernante que tiraniza, puede
reencarnarse en escarabajo, el general y el obispo ir al infierno donde aprender
por siempre jamás. Y eso consuela. Consuela tanto, o más, que la recompensa
propia. De hecho consuela tanto que permite seguir existiendo a la injusticia,
a la esclavitud, al malgobierno o la pobreza extrema. Los sacerdotes, con
astucia de psicólogos, han sabido dar con el filón que mantiene inerme al
rebaño, y el secreto se lo ha cedido a los mandatarios, que, reconocidos por el
secreto, les recompensan con prebendas y privilegios. Pero, ¿por qué a la gente
le seduce la idea de eternidad, que ventaja ven en ello? La eternidad a mí me
parece la sublimación del aburrimiento y la reencarnación, como se dice en el
chiste que acompaña a este texto, lo único que permite es suicidarse muchas
veces.
Zaragoza,
30 de septiembre de 2015
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