El
terrorismo es la plaga de nuestro tiempo (bueno, es una de ellas, pero la que
más miedo provoca). Y el terrorismo árabe es la cepa más virulenta y mortífera
de esta plaga. ¿Tendrá algo que ver la religión de los terroristas con la
mortandad de las cepas de terror que cultivan? Sería un asunto digno de la
mayor consideración. El catolicismo ha dado terroristas como los del IRA y los
de ETA, organización esta última que a pesar de autoproclamarse marxistas, se
gestó en un seminario. Son terroristas urbanos, nacen por motivos concretos,
normalmente vinculados con reivindicaciones nacionalistas y con el tiempo, y
gracias a esfuerzos de la policía y al desencuentro con la población a la que
dicen representar, se debilitan y eventualmente mueren. Pero no hay que fiarse.
El budismo no produce terroristas. Ni ciertas sectas puritanas anglocristianas,
hasta ahora. El islamismo surgió con fuerza a mediados del siglo pasado,
jaleado y subvencionado por países como Libia, pero fue degenerando hasta
alcanzar su clímax en el momento que encontraron el enemigo perfecto: Israel.
Israel (y por extensión su protector, los EE.UU.) logró aglutinar todos los
odios de los árabes y fomentar el terrorismo más salvaje que hayan conocido los
tiempos modernos y cuyo paradigma es la autoinmolación. Para lavar los cerebros
de estas bombas andantes se utiliza el narcótico de la religión, en concreto la
musulmana, y proporciona tan buenos resultados que se tiende a creer que sólo
esa religión puede producir tales efectos. Pero no es así. El cristianismo ha
dado mártires semejantes, aunque no llevasen prendidos explosivos en la
cintura. Y todos los movimientos revolucionarios, incluidos los de corte
marxista, sin religión, han producido bombas andantes. El caso más reciente lo
tuvimos en el movimiento peruano Sendero Luminoso. No es la religión, es la
juventud del sujeto, edad proclive al sacrificio, y el fanatismo de los
programadores de cerebros intonsos. Cualquier fanatismo sirve. Elija el suyo.
Zaragoza, 11
noviembre de 2015
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