La
política, como el amor, es cosa de dos. O de tres, como muestra la foto. A
veces incluso se dan orgías de poder. En la política internacional raro es el
país que va solo. Siempre se buscan compañeros de viaje. El estado poderoso
siempre cuenta con aliados, generalmente camaleones del poder que rige, que le
hagan el coro y muestren que las decisiones que adopta no son para su egoísmo
particular (que sí lo es), que hay otros que opinan lo mismo. El caso más
paradigmático lo tuvimos hace unos pocos años cuando los Estados Unidos, para
invadir Irak y tomar el control de su petróleo, necesitó la coreografía de Inglaterra
(su perrito faldero) y España, cuyo presidente entonces, poseedor de una
soberbia antológica (¿Cómo se sufre a sí mismo un ignorante soberbio?),
pensaba que compartía el poder con esos dos estados cuando no era sino el menor
de los palmeros, el botijero que entra gratis al espectáculo y se cree por ello
privilegiado. España no ganó nada con ese gesto de seguidismo estúpido sino que
perdió mucho: credibilidad y muertos en el atentado de Atocha. Pero alguien sí
ganó: el botijero, el palmero menor, la voz de su amo que, sin saber inglés (y
otras materias más fundamentales) pasó a dar clases en la universidad de
Georgetown (¿George Bush Town?) y luego ascendió a consejero remunerado a las
órdenes del magnate ultraconservador Mr. Murdoch, propietario de uno de los
imperios mediáticos más retrógrados y belicosos del planeta. No, el Planeta
todavía no lo ha ganado, pero todo se andará. Sólo tienen que escribirle una
novela, o que se la escriba su mujer, que también publica. En caso de que
vuelva, volverá el hombre con más humos, y eso que no fuma. Si ahora su
soberbia bate marcas, si algún día regresase a la política y ganase, moriría de
vanidosa hinchazón. Pues las esperanzas cortesanas prisiones son do el ambicioso muere. Desde
esta perspectiva quizá no estaría tan mal que volviese.
Zaragoza,
25 de noviembre de 2015
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