En
el cuadro anterior que supuestamente representa la felicidad: no oír, no ver,
no hablar, el dibujante ha incluido a un tipo que es el único que parece feliz,
pues sonríe, y que adivinamos sin esfuerzo que es quien ha ordenado a los otros
sus actitudes como prueba de sumisión. De la filosofía que explica que la felicidad
es la indiferencia hacia el mundo (ejemplificada por los tres monos de la
izquierda), se ha pasado a la doctrina que cifra esta felicidad en las posesiones:
salud, dinero y amor, y tiempo para gastarlo. Sobre todo el dinero, del que se
ha llegado a decir que no hace la felicidad sino que la compra ya hecha. Ah,
cómo me irrita la felicidad de todos estos hombres que no saben que son
infelices. Ya lo dijo Antonio Porchia: “el no ser feliz es lo único que pagan
todos, y es lo único que podría obtenerse por nada”.
Camilo José Cela achaca a los chinos
haber dicho: “Si quieres ser feliz un día, embriágate; si quieres ser feliz un
mes, cásate; si quieres ser feliz un año, aprende los nombres de las flores y
el de los pájaros y el camino de las estrellas; si quieres ser feliz toda la
vida, hazte jardinero”. Ya se sabe: jardinero a tus jardines.
La felicidad, que parece un concepto
indefinible, no se ha librado de intentos de medición. El pensador inglés del
siglo XVIII Jeremy Bentham elucubró una fórmula sencilla para medir la
felicidad. Introducía en la ecuación los placeres y las penas ponderadas por
grados de intensidad, duración, certeza, rapidez, pureza, etc. Y en Estados
Unidos existe un Barómetro General de la Felicidad, que en su última edición
concluyó que el pueblo más feliz del planeta era el danés, con un 50 % de su
población que asegura ser feliz, seguidos por los australianos y los norteamericanos.
Esta manía cuantificadora llevó a un colegio estadounidense a calcular y
divulgar que un buen matrimonio proporciona la misma felicidad que un sueldo de
100.000 dólares al año. ¿Tan en poco valoran la felicidad?
Yo prefiero no darle vueltas al
asunto de la felicidad y me limito a decir con Ramón Gómez de la Serna: “A las
cinco de la mañana me caliento café y me digo: Todo el que se calienta el café
es feliz”. Claro que yo prefiero calentarlo a las nueve de la mañana. Me hace
más feliz.
Zaragoza,
18 de mayo de 2016
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