Dijo
Josep Pla, el catalán impasible, que la diversión es y será la única piedra de
toque para juzgar una obra de arte. Y George Steiner, quizá el crítico más
culto de nuestra época, afirma que el arte será la risa de la inteligencia.
¿Arte y pitorreo? ¿Artistas y diversión? Si así fuera, la obra de Dalí que
ilustra esta página sería el producto artístico emblemático. A su lado
colocaríamos “la fuente” de Duchamp, y a mearse de gusto. Hubo un crítico de
arte muy peculiar. Se llamó Jacques Vaché. Dijo una vez: “el arte es una
estupidez”. Y se mató. Quizá para no tener que retractarse, quizá para dar un
apoyo moral a su aserto. Pero la suya no deja de ser una visión parcial del
arte. El arte se considera hoy una actividad seria. El arte es un estar
deslumbrado por la belleza, una religión subterránea (Pániker), el arte es la
más elevada expresión de una pulsión interior que quiere derramarse en
hermosura entre todos los hombres. Este fin, altruista, se ve perjudicado
muchas veces por el tener que ganarse uno la vida. Ya lo dijo Cyril Connolly: “el
cochecito de niño en la entrada es el más fuerte enemigo del arte”. A no ser
que el artista se comporte como preconizaba Bernard Shaw: “el artista debe
matar de hambre a su mujer y a sus cinco hijos, y hacer que su anciana madre de
sesenta años trabaje para él, todo, antes de claudicar”. Pocos serían capaces
de someter a semejante sacrificio a sus seres queridos, aunque Bernard Shaw no
se ha inventado la imagen, ha existido entre los del gremio, y existirá. Pero
la mayoría de los artistas, o artistas en potencia, son incapaces de someter a
sus familias a semejantes privaciones por hacer valer su arte. Yo soy uno de
ellos. ¡Qué le vamos a hacer!
Zaragoza,
31 de enero de 2018