¿La
mendicidad es un arte que se está perdiendo o simplemente está sufriendo una
transformación acorde con los tiempos? Yo me acuerdo de cuando era pequeño y un
pobre venía a pedir cada semana a mi casa y mi madre le daba unos céntimos o
una peseta. Era un anciano pulcro, de modales humildes y horarios rigurosos. No
faltaba ninguna semana. Para mi madre era “su pobre” y extrañó su desaparición.
Los nuevos que acudían después estaban teñidos, para ella, de sospecha. No eran
sus pobres. Además eran más jóvenes, tenían edad de trabajar y eso les hacía
parecer más vagos que menesterosos. Luego los pobres, cuando yo entré en la madurez,
pedían en las calles céntricas. Fue una eclosión de los primeros emigrantes, y
utilizaban una mercadotecnia teatral. La mayoría eran señoras de luto,
desarregladas, y se sentaban en el suelo con un cartel lleno de faltas de
ortografía (siempre he sospechado que las faltas ortográficas se las preparaban
gramáticos especializados, pues estaban muy bien elegidas) y ponían cara de
pena. A veces estas señoras pronunciaban por lo bajo unas salmodias tipo
letanía o acunaban a un niño adormilado y con la cara sin lavar. Si era un
hombre el que pedía sentado, ponía cara de poseído, afectaba tos de mono y, a
veces, se balanceaban para adelante y para atrás. Normalmente elegían como sede
las calles más transitadas y se colocaban junto a tiendas de lujo, para que los
compradores sintieran una punzada de remordimiento y soltasen el óbolo
reparador. También eran puestos solicitados las puertas de las iglesias (las
puertas de la basílica de El Pilar, en Zaragoza, se cotizaban más que El Corte
Inglés, y a veces había riñas entre pedigüeños por motivos territoriales). Otro
punto muy apetecido eran las salidas de los bingos. Perece ser que los
ganadores, al comparar su suerte con la del pobre desdichado que le tendía la
palma de la mano o la caja de cartón, se sentían más generosos y contribuían a
la caridad con dádivas elevadas. Los tiempos han vuelto a cambiar y la mayoría
de los pordioseros han pasado a llamarse “sin techo” y apenas si piden un
cigarrillo o un euro, y sacian sus necesidades alimenticias y de vestimenta en
las basuras de los supermercados y duermen el abrigo de un par de cartones de
embalajes de electrodomésticos, siendo el de los frigoríficos los más
apreciados. Existe hoy, además, una mendicidad elitista: los músicos de la
Europa del Este que con un violín o una viola, a veces formando un cuarteto,
bien vestidos, interpretan a Bach o Mozart con una maestría que para sí la quisieran
muchos jóvenes españoles egresados del conservatorio. Estos músicos reciben
propinas con la actitud de quien es retribuido por la interpretación. Por
último, en la era de la globalización, prolifera el mendigo de amplio estro,
que combina la limosna catedralicia con la limosna vía Internet o teléfono
móvil, donde se te invita a apadrinar un niño en el tercer mundo o donar tu
ropa sobrante o tus gafas rotas. Una mendicidad a la altura de los tiempos.
Zaragoza,
17 de enero de 2018
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