Todo
es edificable. Nada debe oponerse a la patriótica industria del ladrillo y el
cemento. Nada debe acotarse al imparable progreso de la argamasa. La locura
urbanística ha tenido la ventaja de hacernos ver la España real: un nido de
políticos corruptos, munícipes sin escrúpulos, empresarios que por engordar sus
ansias patrimoniales no reparan en la belleza paisajística, el meandro
ecológico o la charca de la biodiversidad. Para ellos ya puede venir el diluvio
una vez satisfecha su panza pecuniaria. Todos estos empresarios que no quieren
someterse a la racionalidad y a la naturaleza, poseen bienes que no podrían
derrochar en cientos de vidas que tuvieran. Pero sólo tienen una vida. Pero su
sed de dinero es infinita, es patógena. Mas la vergüenza no recae tanto en
ellos (eran así antes) como en los munícipes y ediles que se venden por dinero
y dan su voto, comprado, para proyectos urbanísticos megalomaníacos, de una
locura tal que daría risa si no fuera porque hay una intención perjudicial
detrás. Otros de los culpables son los cientos de miles de españoles infectados
por la demencia de acumular viviendas. Miro a mi alrededor y pocos son, casi
ninguno, quienes se conforman con tener una sola vivienda. Pero es que tampoco
se conforman con tener dos. La mayoría de mis colegas en el laburo tienen tres,
algunos llegando a tener cinco o seis. Es ridículo, es oprobioso, pero es real.
Familias con un par de buenos sueldos viven como ermitaños para coleccionar
viviendas. A ellos no les hables de comprar libros (qué despilfarro), ir al
cine o salir a cenar. Su avaricia les libra del trato tabernario. Sólo saben de
intereses hipotecarios, comisiones notariales y contribuciones urbanas. Temo
que cuando vea deshacerse este globo inmobiliario y comiencen a perder valor
sus posesiones, no pueda evitar regalarles una perenne sonrisa que no será de
solidaridad.
Zaragoza,
24 de enero de 2018
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