En
la antigua Roma, para ser elegido debía un político mostrarse en el foro y pedir
el voto a los ciudadanos. Una forma de hacer méritos consistía en mostrar al
público las cicatrices ganadas en las batallas en defensa del imperio. Cuanto más
heridas mostrase el candidato, más sumaban sus méritos y la posibilidad de ser
elegido. Hoy no se muestran cicatrices, sino rostros sonrientes de tipos bien
peinados, maquillados y fotografiados para mostrar fisonomías sin mácula. Y les
votamos. Claro que, bien mirado, ¿qué heridas podrían mostrarnos para hacer
méritos? Hace treinta años se mostraban los arrestos, detenciones y periodos
carcelarios bajo la dictadura. Esas medallas servían como méritos ante una
parte de los votantes. Para la otra parte eran deméritos. Y aún así solían
ganar los conservadores, los que dirigían las cárceles que otorgaban méritos a
la oposición, los que fomentaban la represión que hizo mártires a algunos. Pero
hoy, ¿qué heridas, qué cicatrices mostrar al electorado? Heridas de un reciente
accidente de helicóptero, el brazo roto en un fin de semana de esquí, una caída
de bicicleta o un resbalón en la piscina del chalet. Si al menos, al descubrir
su ineptitud, se retirasen como Silvela, quien justificó su dimisión con estas
palabras del rey sabio de las Siete Partidas: “nadie debe facer lo que non
sabe”. Quizás al final debamos dar la razón a Bernard Shaw, quien dijera
aquello de que la democracia consiste en la elección por los muchos
incompetentes de los pocos corruptos. Así las cosas, no es de extrañar que la
abstención aumente, porque aumenta la desconfianza en los que anhelando van
tras el señuelo del alto cargo y del honor ruidoso.
Los discursos de los candidatos, a veces Polifemos, a veces solo tuertos, son
el paradigma del aburrimiento y la deshonestidad. Sus promesas son como los
pasos en el desierto de un camello vacío sin destino. Menos mal que los
modernos mandos de televisión tienen la opción de silenciar la voz con una
tecla. Qué haríamos si no.
Zaragoza,
10 de enero de 2018
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