¿Es
la historia un conjunto de hechos que no tenían que haber sucedido? Esto
opinaba el polaco S. J. Lec, donde la S.J. no está por la Compañía de Jesús. Y
sí, sí que parece la historia un catálogo de cosas a evitar: guerras,
genocidios, levantamientos,
revoluciones, abusos de poder, megalomanías criminales… Todo parece darle la
razón a Miches Serres, para quien la única ley de la historia es: ¡Qué corra la
sangre, que mueran los hombres! Aparte de la muerte de los muchos, otra de las
características que sobresalen en los textos de historia es la de sus protagonistas:
todos eran reyes, emperadores, generales. ¿Y el hombre común? Olvidado, velado
por el oropel de los príncipes, enmudecido por el fragor de los ejércitos. De
un plumazo, y con el nombre de un simple monarca, se describen cincuenta años
de sufrimientos de los miserables, de injusticias sin nombre sobre la
población. La historia debería ser la historia de todos, una materia coral y no
el discurrir de los directores temporales del coro, que ni siquiera saben
cantar. Tenía razón Unamuno cuando se quejaba de que la historia da razón de
los cuatro que gritan y nada dice de los cuarenta mil que callan. Y estos que
gritan, en opinión de Karl Kraus, son unos chulos. Aunque más bien serían
imbéciles, imbéciles victoriosos. Porque esa es otra: la historia es una
sucesión de bobos victoriosos, porque son los que vencen los que la escriben, y
hemos dicho que son bobos pero no tontos. Decía Jardiel Poncela que la historia
es, exactamente lo que se escribió, pero ignoramos si es exactamente lo que
sucedió. Pero podemos imaginárnoslo. Es tan patente que la historia se
distorsiona de acuerdo con quien la escribe, que si un ser de otro planeta
examinara la historia moderna de España a tenor de los textos educativos de
Euskadi, Cataluña, Galicia y Castilla, creería que se refería a países y
sucesos distintos y distantes. Quizá no estuviera desencaminado Octavio Paz
cuando afirmó que la historia es el error. El gran error.
Zaragoza,
8 de noviembre de 2017
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