¿Hay
mayor soledad que la soledad del alto inversor? ¿No está solo George Soros en
su despacho en las alturas, pensando en hundir una débil economía para aumentar
su ya desproporcionado patrimonio? ¿En quién pueden confiar estos tiburones de
las finanzas? Un amigo no sería para ellos sino un cliente potencial o una
víctima propiciatoria a quien esquilmar hasta la ruina. Te pide los ahorros
para estrujarlos y sacarle zumo de réditos, réditos cuya mayor parte irán a engrosar
su capital. Están solos porque se lo merecen, algunos porque así lo desean.
Alguien a su lado podría traerles recuerdos de un ser llamado prójimo y hacer
surgir en ellos un mínimo de conciencia que podría echar al traste su próxima
operación. Porque todas sus operaciones generan víctimas. Víctimas inocentes
(algunas no tanto, no lloremos, por ejemplo, por las víctimas de Madoff) que,
además, no se enteran: pequeños propietarios de empresa que ven disminuir el
precio de su producto en los mercados, inmigrantes cuyas remesas de divisas
valen ahora menos en su país, poseedores de hipotecas que no saben por qué
suben los intereses de las mismas, consumidores de alimentos o de gasolina que
ven aumentados los precios sin comerlo ni beberlo. Porque un simple bufido en
una de estas oficinas de magnates financieros puede desencadenar un terremoto
bursátil en Taiwán. Por seguir con George Soros, decía este especulador que el mercado
vota todos los días. Y si no, que se lo pregunten a los argentinos en época del
“corralito”, a los irlandeses, griegos, portugueses y españoles en la actual
crisis. Ellos, los dueños del dinero, defienden su codicia diciendo que quien
dice no amar el dinero es un mentiroso, a no ser que lo demuestre, en cuyo caso
sería un tonto. Y es que el dinero es poder en abstracto, es felicidad en
abstracto. Pero consolémonos con esta afirmación de Fernando de Rojas: “Más son
los posseýdos de las riquezas que los que las poseen”.
Zaragoza,
22 de noviembre de 2017
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