Los
miserables. Nada más despreciable que esas personas que viven como mendigos y
luego, al morir, se descubre que poseían enormes fortunas. Abundan estos
personajes, las noticias nos lo revelan casi cotidianamente. Son criaturas
poseídas por la avaricia, posible-mente el peor pecado que puede darse. Voy a
relatar una serie de casos de miserables recogidos por la escritora Edith
Sitwell. Por eso son todos ingleses, aunque la figura del miserable no sea
patrimonio exclusivo de un país. Es universal. El reverendo Mr. Jones, que
fuera coadjutor en el condado de Berkshire, llevó el mismo sombrero durante 43
años, y el mismo abrigo. Cuando después de 35 años las alas del sombrero se le
desgastaron, las tomó prestadas del sombrero de un espantapájaros. Se las
recortó y se las pegó a la corona del suyo, llevándolo hasta el final de sus
días, que fue a los 80 años. Otro reverendo, Mr. Trueman, de Daventry, poseía varias
rectorías con unos ingresos de unas 400 libras al año. Cuando murió, en la
miseria, se descubrió que poseía más de 50.000 libras. Este reverendo, cuando
era requerido por los parroquianos para administrar ayuda espiritual, pedía a
la familia una loncha de tocino para acompañar a unos rábanos que había
recogido de camino en sembrados ajenos. Nadie se lo negaba, pero cuando la
señora se descuidaba, el clérigo cortaba otra loncha con una navaja que siempre
llevaba, y se la metía en el bolsillo del gabán. Si visitaba varias casas, en
cada una pedía algo de comer y birlaba otro poco, si podía. Cuando su ropa
necesitaba remiendo, visitaba a una casa rica muy distante de su casa y en
horas en las que la familia se veía forzada a pedirle que pasara allí la noche,
lo que hacía gustoso. En su cuarto de invitado, el buen reverendo cortaba los hilos
que sobresalían de las esquinas de las mantas, hilos con los que después
remendaba la ropa.
Otro
miserable célebre fue John Elwes. A éste le venía de familia, pues su madre se
dejó morir de hambre hallándose en posesión de una fortuna superior a 100.000
libras. En una ocasión que John Elwes visitó a su tío, de la misma cuerda, lo
hizo vestido con un gabán raído, medias con agujeros y hebillas de zapato
oxidadas. Su tío alabó la vida virtuosa de su sobrino al verle así ataviado y
se sabe que esa noche compartieron ambos una charla frente a un fuego encendido
con una sola cerilla y un vaso de vino para los dos. Hablaron sobre la
extravagancia y derroche de los tiempos actuales. Cuando tuvieron que subir a
los aposentos, lo hicieron tanteando las paredes para ahorrar en velas. Cuando
John Elwes heredó la fortuna de su tío, no dejó de caminar de una punta a otra de
Londres para ahorrarse el chelín que costaba el carruaje, incluso en días de
intensa lluvia. Llevaba este miserable sobre la cabeza una peluca que un
mendigo había tirado a una charca y que él recogió. Cuando se le gastó el
gabán, su puso uno de terciopelo verde de un antepasado muerto hacía mucho
tiempo. Su aspecto, con la peluca mugrienta y el gabán de otra época, dio mucho
juego al chismorreo.
Pero quizá el caso más repulsivo
fuera el del señor Dancer y su hermana, que a pesar de tener unas rentas de
3.000 libras al año, cierta vez que descubrieron una oveja muerta pudriéndose
en una zanja, se la llevaron a casa, las despellejaron y con la carne, medio
podrida, hicieron pasteles, viviendo de este solo alimento hasta que se acabó.
Era tal la tacañería del señor Dancer que estando su hermana moribunda sobre un
lecho de harapos, se negó a comprarle medicamentos o solicitar un médico. Su
argumento era: ¿Por qué he de gastar dinero en contravenir los designios de la
Providencia? Si el tiempo fuera venido moriría a pesar del gasto, y si Dios
dispusiera no llevársela, ella misma se curará. Tan miserable era que a su
perro Bob, por el que profesaba un gran cariño y le daba una pinta de leche al
día, al ser éste acusado de matar algunas ovejas, le llevó a un herrero y le
rompió todos los dientes, para evitar tener que pagar indemnizaciones por las
ovejas que pudiera matar.
¿Qué más se puede decir de estos
miserables que no muestre el ejemplo de su conducta? Y encima, los muy desgraciados
suelen ser longevos e inmunes a la carne putrefacta, como hemos visto. Sirva su
ejemplo, ya que no para otra cosa, para evitar su imitación, o su amistad. Qué
se pudran.
Zaragoza,
23 de mayo de 2018