jueves, 28 de junio de 2018

Feministas


Con tanta reivindicación de la mujer para obtener sus justos y merecidos derechos se mezclan, por parte de las feministas más radicales, tipos de reivindicación que tienden a distorsionar la dicotomía hombre-mujer como hasta hoy la naturaleza ha dispuesto. No me opongo a esa suma de derechos a los que la mujer, como ciudadano del mismo rango que el varón, reivindica, sino a la pérdida de esa “femineidad” que siempre ha sido un sello distintivo de la mujer y que me gustaría que persistiera. No me gustaría que la mujer dejase de ser coqueta, que no se acicale, que renuncie a resultar atractiva a los hombres. Es por ello que abomino de esas féminas que ahora quieren aficionarse al fútbol (un deporte de trogloditas ilustrados), beben cerveza directamente del botellín y renuncian a la peluquería y al desodorante. No es incompatible las ambiciones profesionales, la libertad de criterio con el ponerse guapas. Decía Goethe que la mano que el sábado esgrime la escoba es la que mejor acaricia el domingo. Bueno, la imagen es un poco anticuada, pero nosotros (yo) queremos que la mano que teclea fórmulas en el ordenador o maneje el puntero en una reunión de márquetin el viernes, sea también la que mejor acaricie, y no sólo el domingo, sino cualquier día de la semana. Ya han pasado los tiempos en los que Baudelaire pudo decir que amar a una mujer inteligente era placer de pederastas. Hoy las mujeres inteligentes han salido a la palestra, están ahí, se las ve, se las escuche, y se las puede amar. Frente a la feminista que oculta sus curvas en toscos paños, se corta el pelo al rape y usa vocabulario soez, los hombres inteligentes reivindicamos a la mujer inteligente que cuida su aspecto físico, su atavío y su lenguaje. Ejemplo paradigmático de lo que quiero expresar sería la que fuera candidata a la presidencia de Francia por el partido socialista: Segolene Royal. Guapa, elegante, inteligente, ¿qué más puede pedirse? La mujer, por fortuna, ha dejado de ser “el eterno femenino del eterno calzonazos”, como expusiera el misántropo Tristán Corbière. Una frase de contrastes donde el eterno femenino, ese piropo elevado a la categoría filosófica, ese halago fino, se une al calzonazos, especie que no mengua.

Zaragoza, 27 de junio de 2018

miércoles, 20 de junio de 2018

En torno al tema de Dios


Dicen que dicen que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. O sea, que Dios es hipócrita, perverso, envidioso, soberbio, lascivo, avaricioso, y muchos otros defectos que dominan, desde la lejanía de los tiempos, a las criaturas hechas a su semejanza. ¿Entienden bien los que invocan esta idea las consecuencias de la misma? Creo que no. Claro que tampoco les importa. De tanto comulgar con ruedas de molino teológicas su paladar ha perdido la sensibilidad para segregar los dictámenes de la razón de aquellos dictados por la fantasía, la superstición o el simple delirio. Decía Diderot que Dios es el lamento del alma en pena, embrutecida. Dios es un mero placebo ontológico, un ser creado para el consuelo. Para el consuelo de los muchos desmanes que originan quienes creen en él, añadiría. En su nombre (en sus muchos nombres) se han cometido las mayores atrocidades que la humanidad recuerde. Puede que sea, después de todo, verdad que estemos hechos a su imagen y semejanza. Aunque es más probable que nosotros le hayamos hecho a él a nuestra imagen. Cuadra mejor, y evitaría todas esas inacabables discusiones sobre su existencia. Discusiones que, la verdad, rebajan las cualidades de este presunto ser, porque ¿qué clase de Dios necesita que se demuestre su existencia? ¿Acaso no es omnipotente? ¿No puede imponernos la creencia de su existencia? Al final tendrá razón ese personaje de Beckett que exclama: “¡Dios, el muy cabrón no existe!” Es como para sentirse engañados. Porque aunque no existe, y como bien dijera Rodrigo Fresán, Dios es un gran personaje. Tan grande que es el protagonista principal de muchos libros, libros que si no son novelas, sí lo parecen, aunque su influencia va más allá de lo literario. Y es que la misión del hombre en este planeta puede que no fuera adorar a Dios, sino crearlo, como sugiriera el sagaz Arthur C. Clarke. Y luego destruirlo, añado yo. Llevar a cabo la amenaza del Dr. Philo Drummond: “Dios está vivo… ¡pero me ocuparé de ELLO!” Y encargó el trabajo a un pistolero llamado Nietzsche.

Zaragoza, 20 de junio de 2018