viernes, 26 de diciembre de 2014

Restos de un banquete pantagruélico



Restos de un banquete pantagruélico. El personaje de Rabelais ha dejado allí las huellas de un pequeño aperitivo. También es la imagen del hambre, la mujer que acude buscando algo que aprovechar para que coman sus retoños, o su marido. Son restos de mamíferos cuadrúpedos, reses que han muerto (no se nos dice cómo) y han sido despojadas en un paraje desértico. Los huesos parecen limpios, se nota el trabajo eficiente de los carroñeros, o del tiempo. Un despojo semejante a lo que las multinacionales hacen con los recursos de los países pobres. A esto se le llama expolio. Se llevan las riquezas, abandonan luego lo explotado dejando atrás pobreza y unos cuantos milites y jerarcas enriquecidos con sobornos. La historia de la colonización podría ser el parte clínico de la irracionalidad de los hombres.
            Este drama que la foto expone tiene hoy nombre propio: África. ¿Quién se ocupa ahora de ellos? Ni siquiera sus propios dirigentes, aptos sólo para provocar genocidios y acumular fortunas que depositan en bancos occidentales. ¡Pero si hasta un país mínimo como Bélgica tuvo imperio y llegó a colonizar y explotar varios países que multiplicaban por mucho la extensión del suyo! Llenemos, pues, Bélgica con negros que huyen de los países que antes ellos colonizaron. Hagamos lo mismo con Francia y Gran Bretaña, con Holanda, con cualquier país culpable. Y Suiza. Llenar sus valles y montañas con nigerianos, somalíes, con guineanos y etíopes. Que paguen su estancia con el dinero que los gobernantes corruptos de esos países tienen en sus cámaras acorazadas. ¡Qué repartan el botín de los expolios entre la nueva población de color! Que estos nuevos inquilinos helvéticos se multipliquen y conquisten y gobiernen los cantones. Una suiza negra, ¡qué magnífica utopía!

Zaragoza, 26 de diciembre de 2014.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

La conquista del espacio



La conquista del espacio, ese lugar donde la realidad oscila en una esfera de silencio y extravío. Epopeya que quiere emular la Conquista del Oeste. Pero el personaje de la foto no es del Oeste sino del Este. Sobre el casco figuran las ya marchitas siglas de la extinta URSS. ¿Cuántos estudiantes de primaria y de secundaria en España sabrían decir lo que significan? En la foto, la cara de padre y proletario delatan al astronauta. A destacar esa sonrisa amplia y humana, como el aplauso de una multitud. Multitud, la soviética, enseñada a ver el cuerpo como conjunto de válvulas, cámaras, esclusas. La foto de un ingeniero de los soviets. Los astronautas norteamericanos tienen un aire un poco más elitista, una mezcla de marine y graduado por Yale, y creen en sacros númenes de bondadoso ceño. Asumen que son puros y elegidos, nítidos y erectos, verticales y exactos.
            Decía Timothy Leary que no era casual que en nuestra época proliferasen las novelas y películas sobre odiseas espaciales, que permeasen en nuestro imaginario los viajes intergalácticos y demás aventuras extraplanetarias. Él lo atribuía a que la especia humana estaba preparándose para abandonar la nave Tierra. Un sexto sentido de la especia sabría que en no muy largo plazo habrá que abandonar Gaia y estos productos culturales no serían sino el medio de mentalizarnos, de no hacer extraño lo inevitable. Incluso creó Leary una empresa de viajes espaciales creyendo que el proceso migratorio sería inminente. Pero la especie, de alguna manera, sabe que no hay prisa. O no lo sabe, ignora, ciega al porvenir,  que el fin está próximo. Los peligros existen. Se sabe que algún día el sol se apagará, apagando a su vez el soplo vital de nuestro planeta. Pero antes, mucho antes, un probable cataclismo, una colisión con un cuerpo errante lo suficientemente voluminoso pondrá fin a nuestra efímera existencia. Eso aseveran los científicos. Pero antes, mucho antes, el propio hombre causará el fin del hombre. De eso hay múltiples indicios. Espero, al menos, que alguna especie sobreviva... y que no nos recuerde.

Zaragoza, 17 de diciembre de 2014

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Noticias sobre el zen



Dibujo de un monje zen, presumiblemente un maestro zen. El zen, esa filosofía que construye jardines minimalista y nos guía hasta la iluminación (satori) lanzándonos al cerebro acertijos paradójicos como: ¿Cuál es el sonido de una sola mano aplaudiendo? Ante semejantes preguntas-paradoja el aprendiz se concentra y trata de penetrar en la naturaleza misteriosa del acertijo (koan), hacerla ceniza de fotones, descomponer su luz para que ilumine su interior. Y no podrá, me refiero al pobre novicio, evitar preguntarse si el maestro está en el secreto y, de estarlo, si le hará partícipe de él. Y en un ataque de atrevimiento se lo pregunta, y el maestro le mira condescendiente y calla, o le pega con su vara que utiliza para mantener despiertos a los monjes que, de tanto reflexionar en postura de loto, se adormecen.
            Reza un dicho zen: “Hablad sin usar vuestra lengua”. Y los maestros enseñan que Buda Gautama predicó durante cuarenta y nueve años y en todo ese tiempo no consideró necesario decir una sola palabra. Y es que el zen es, también, laconismo y paciente espera; lejos de toda esa horrible ferralla pensatriz de la filosofía occidental.
            Pero la anécdota que, en mi opinión, mejor define la filosofía zen es cuando el maestro Ikkuyu, antes de morir, escondió entre sus ropas un montón de fuegos artificiales para que cuando lo quemasen en la pira siguiendo el ritual, despedirse de sus compañeros y discípulos con la alegría de los fuegos de artificio. ¿Qué mejor despedida? ¿Qué más distante de la tenebrosidad de los entierros y funerales católicos, apogeo de una civilización dominada por la mentalidad expiatoria?
            Hay que cambiar nuestra visión de las cosas. Después de todo, y como dijera Maurice Bejart, puede que el Everest no sea sino un pozo de 8.840 metros de profundidad.

Zaragoza, 10 de diciembre de 2014

miércoles, 3 de diciembre de 2014

La magia de ser niños



La infancia, el juego, el espectáculo. La magia de ser niños. Homo ludens. La posesión de una pelota como fin único e inmediato. Arrebatársela al contrincante. El llanto del desposeído. Su rabia. Su ansia de venganza. Se prefigura, en la infancia, la madurez. Pero una madurez sin reflexión, inocente, espontánea, lo que les exculpa. Posee la infancia un alma cándida pronta a la abnegación y el desconsuelo. En el hombre maduro la candidez desaparece, y con ella la excusa. Ah, si el tránsito de la vida fuese de niño a pájaro…
            En otros animales, en su gran mayoría, las crías se lanzan a la vida muy pronto. El águila anima a sus polluelos a despeñarse, en la confianza de que no lo harán, que ese primer vuelo les dará alas y flotarán, majestuosos alevines rapaces, en las alturas. Pero el hombre, o más precisamente, la cría del hombre, alarga su preparación para la vida mucho más allá de lo que parece natural si lo comparamos con nuestros co-habitantes del planeta. ¿Es por tener una cenestesia delicada? ¿Está la respuesta en el locus coeruleus, o en los núcleos del rafe magnus? Pero la precocidad o su falta en las criaturas humanas varía según las zonas. En los países pobres un niño puede verse obligado a ganarse la vida con seis o siete años. En el mundo civilizado, en nuestra sociedad, todos conocemos hijos que a los treinta años siguen bajo la tutela de los padres. Algunos, raza sedente y camastrosa, nunca se liberan de esta tutela. Parece una aberración de la naturaleza, y quizá lo sea. No sobreviven, como rezan ciertos apotegmas pseudo-darwinistas, las especies más aptas o mejor preparadas. Sobreviven las que sobreviven, y a éstas se las tilda de más aptas, pues son las que han logrado el propósito principal de la biología: reproducirse. Pero pueden sobrevivir a causa de una aberración, a causa de una monstruosidad que la misma supervivencia transforma en cualidad para la evolución. Entre los naturalistas, sobre este particular, y sin que sirva de precedente, hay consensus gentium.

Zaragoza, 3 de diciembre de 2014

miércoles, 26 de noviembre de 2014

El placer de la lectura



La lectura, en cualquier lugar, de cualquier postura, a cualquier hora, por cualquier persona. ¿De cualquier libro? Nada produce mayor sensación de placidez y serenidad que un hombre leyendo. Sin embargo la lectura, como cualquier otra actividad humana, tiene límites que no deben sobrepasarse. Es malo no leer ningún libro, aunque es mucho peor leer un solo libro. Ya lo dice el apotegma inglés: “Beware of a man of one book!” Cuídate del hombre de un solo libro. La monolectura produce dogmáticos, esclavos o cretinos. Con razón decía Jorge Wagensberg que tiene más remedio el que no lee ningún libro que el que lee uno solo. Los lectores de un solo libro devienen con harta frecuencia puritanos intransigentes, o fundamentalistas, como se los denomina ahora. Más sirviera no leer.
            En el otro extremo están los que leen mucho o muchísimo. Desparraman estos sus energías en miles de textos. Pero como bien dice un refrán, quien mucho abarca poco aprieta. Lo que ocurre, también, es que esta frontera del mucho leer necesita matizarse. Hay personas capaces de leer más de cien libros al año sin merma de sus ocupaciones como trabajador, padre y ciudadano. Entre ellos creo encontrarme. Aunque nadie es buen juez de sí mismo. Quizá mis empleadores, cónyuge o conciudadanos no participen de esta apreciación. En otras personas, sin embargo, cincuenta libros al año puede hacerles un mal irreparable (piensen en esos lectores que leen libros de autoayuda o superventas de aventuras místico-medievales con enigma de fondo). La barrera, pues, debe ser flexible y cada cual debe adaptarla a sus circunstancias. También cabría seguir el consejo de Fernando Pessoa: “No leer nunca un libro hasta el final. Ni leerlo de corrido y sin saltos”. De esa manera, el número de libros leídos podría aumentarse sin detrimento de pérdida de materia gris.
En la lectura nos habita como un intruso de leve llama, que a veces es el calor que nos transmite el autor, otras ese genio de la narración que aspira a instaurar el imperio diamantino de la forma, sin descartar esa calidez propia de los mundos que el libro en sí hospeda.
            La imagen de un hombre leyendo, como el de la foto, en postura relajada, devuelve la esperanza en el ser humano.

Zaragoza, 26 de noviembre de 2014.