jueves, 1 de enero de 2015

La escuela del buen oír



La escuela del buen oír tituló Elías Canetti uno de sus libros de memorias. Que no es lo mismo que la escuela del buen escuchar, más difícil, si bien más necesaria, pero menos conveniente para la literatura. El que oye tiene luego la libertad de contarlo, de relatarlo. El que escucha, como los sacerdotes en la confesión, se ven en la obligación de mantener una especie de secreto sobre lo escuchado. La profesión de escuchar llega a su apogeo en el sacerdocio y en el psicoanálisis. A nadie se le escapa las propiedades curativas del “ser escuchado”. Uno a veces sospecha que a los psicoanalistas les sobran años de carrera, les sobra doctrina y conocimientos clínicos. Bastaría con que estuvieran armados de paciencia y dispusieran de un muestrario de sonrisas cuyo rango fuera desde la compasión hasta la complicidad. El paciente se tumba sobre el diván y comienza a hablar. El analista, mejor con bata blanca, se sienta a su lado con un cuaderno y un lápiz y escucha. De vez en cuando emite una señal de asentimiento, una interjección motivadora o una sonrisa de quien está en el secreto. Pueden injertase erudiciones de engaño o enunciados polívocos: “Se sabe que la relación seno‑boca se orienta ya en función de un plano de rostridad”; “El aplazamiento del pacer produce una especie de plusvalía externalizable”; “Hay que dejar actuar al báculo de luz del albedrío”. Terminada la sesión, unas palabras de ánimo, un reconocimiento de los progresos del paciente, unas anotaciones en su cuaderno que el analizado no ve pero considera importantes, y quedan para la próxima cita. Ido el paciente, el psicoanalista rompe la hoja del cuaderno donde solo había dibujos y garabatos y la tira a la papelera. Como un destruir la malignidad de los vestigios. Si los pacientes son de clase adinerada, tanto el éxito profesional como económico del psicoanalista está garantizado. Son los tiempos. Tiempos de sofistas y especuladores. Especuladores de valores materiales e inmateriales. Plusvalías fabriles y plusvalías anímicas. Cuando yo era joven, para salir de un estado deprimido (se llamaba tristeza) sólo se necesitaba una buena borrachera con los amigos, un buen polvo en un burdel o propinarle una buena hostia a un cura o al encargado de la fábrica. Y las cosas volvían a su sitio, como si tuvieran memoria. Eran otros tiempos.

Zaragoza, 1 de enero de 2015

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