miércoles, 20 de enero de 2016

El mundo oficinesco

El mundo oficinesco necesita su Shakespeare, o su Joyce; o mejor, su Kafka. Hay unas escenas en la película El proceso, de Orson Welles, basado en la obra homónima de Kafka, que recoge de forma magistral el alma de las oficinas modernas: un Anthony Perkins en el papel de Joseph K. se planta delante de una inmensa oficina con filas e hileras de mesas todas iguales, todas ocupadas por empleados prescindibles y uniformes. Algo parecido se muestra en la película El apartamento, de Billy Wilder, creo recordar. Hoy, en las oficinas, para evitar reflejar esta desolación anímica, se disfraza el paisaje diáfano y uniforme mediante mamparas, creando recodos y espacios pequeños que pretenden humanizar el entorno. Pero para humanizar los entornos se necesitan “humanos”, y estos no predominan en estos recintos. En todas las oficinas hay un par de vagos, un par de maldicientes, tres o cuatro pelotas, una tía muy buena, dos o tres mozas a las que se les haría un favor (o dos), una maruja de tetas sueltas (inclinatae mammae), dos potenciales jefes que se aplican en silencio a su labor de sortear la inanidad del tráfago mundano oficinesco, un jeta divertido que ameniza algunas mañanas, un sindicalista con pocas ganas de trabajar, un par de gordos que se juntan para comer en un cuartucho (con la excusa de comida de dieta, evitan que veamos las porquerías que los mantienen rollizos), y jefes, muchos jefes, jefecillos de un solo galón que creen que la banalidad es una inteligencia, e incluso jefazos de varias estrellas y secretaria temible. Y yo, por supuesto. Y un par de compañeros normales, que son mis amigos. Lo curioso con mi descripción es que sería la misma la hiciera quien la hiciera. Y según quien lo hiciera yo estaría en un grupo u otro (en el de los gordos no, ni en el de las chicas, y espero que tampoco en el de los pelotas). En las oficinas, la solidaridad que suele darse en los talleres (cada vez menos) se sustituye por afinidades de gustos: los cinéfilos, los que gustan de los libros (yo y otro), los futboleros, los que comparten quinielas y otras suertes del azar, los que tienen despacho, los que hacen de la informática su pasión, los que apoyan a un partido o a una idea. Perdón, idea no. En las oficinas modernas no hay ideas. Sólo nos faltaba eso: pensar.


Zaragoza, 20 de enero de 2016

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