miércoles, 31 de agosto de 2016

La revolución

La revolución tiene grandes defensores y grandes detractores. A veces la misma persona durante su juventud la apoya y la execra de mayor. Pero, ¿qué motiva una revuelta tan grande que sea catalogada después por los historiadores como revolución? Para Max Stirner era el material inflamable de la propiedad el que proporcionaba el fuego de las revoluciones. Otras veces es la injusticia, tan pronunciada, tan insufrible, de los gobernantes lo que prende la mecha. Casi nunca se hace una revolución porque sí. Ni siquiera las ideologías más radicales consiguen mover a la gente si les falta el acicate de la opresión extrema. Un pueblo satisfecho y bien alimentado no es revolucionario, es un pueblo que respeta humilde los antiguos muros, léase tradiciones. Todavía estamos lejos de lo que Camus denominó “revolución armoniosa”. Las únicas revoluciones que ha conocido el hombre están teñidas de sangre. Su mise en scène semeja la teatralización del abismo. Quizá no exista otra forma. Saint Just, al comienzo de la revolución francesa, junto con Robespierrre, se pronunció contra la pena de muerte. Quería que las penas se limitasen a que los criminales vistieran de negro durante toda su vida. Quería una justicia revolucionaria que no tratase de hallar culpable al acusado sino “débil”. Robespierre y Saint Just murieron guillotinados. Sin vestir de negro, una cuchilla les rebanó los pescuezos con furor revolucionario. Quizá tenga razón Milorad Pavic y aquel que quiera cambiar el mundo deba volverse peor que ese mundo. Hombres puros como ángeles y orgullosos como demonios. Pero no estaría de más recordar que cuando la utopía llama entra por la puerta el terror. Un terror que, de mantenerse, como bien dijera Octavio Paz, delata que el Estado Revolucionario ha degenerado en cesarismo.


Zaragoza, 31 de agosto de 2016

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