miércoles, 24 de junio de 2015

Ciudades puritanas

En alguno de sus libros dijo Anthony Burgess que había más honradez (o verdad, o vida) en una ciudad sucia y llena de pecados que en una ciudad modélica rodeada de bien cuidados y asépticos jardines. Parecido a lo que en cierta ocasión dijera Felipe González, a saber, que prefería ser acuchillado en el metro de Nueva York (o arriesgarse a serlo) que vivir una larga vida en una aburrida metrópoli soviética. Aparte la boutade, estoy de acuerdo con ellos. ¿Alguien se imagina viviendo en una ciudad diseñada por Disney, con sus fachadas color pastel y sus habitantes compuesto solamente de ciudadanos pulcros, piadosos, atildados y sonrientes? ¿Qué diversiones cree uno que podría disfrutar en su compañía? Me lo imagino: lectura comunitaria de la Biblia, sesiones vespertinas de Monopoly, conciertos de flauta y viola, pic-nics en prados de hierba uniformemente cortada y con el aderezo de música ranchera, barbacoas benéficas. Yo también prefiero arriesgarme a ser apuñalado en el metro de Los Angeles, por cambiar de ciudad, o ser sodomizado en Kuala Lumpur. Una ciudad como la que ansían los puritanos, cualquier puritano, sería la muerte, un limbo diabólico, la más cruel de las torturas para el alma de un librepensador. Para vivir así no habría valido la pena venir. Eso no significa que uno prefiera la delincuencia, ni que la justifique, eso quiere decir que la libertad lleva consigo, como subproducto, ciertos inconvenientes e injusticias: pobreza, desigualdad, que a su vez originan la delincuencia. Acabar totalmente con esas lacras significa acabar con la libertad, mal que nos pese. Porque entre un extremo y otro (dictadura puritana o libertinaje en exacerbo) caben muchas escalas y grados. Pero yo, que soy un hombre tranquilo y poco alborotador, prefiero las ciudades cuya graduación se halle lo más cerca posible de la libertad.


Zaragoza, 24 de junio de 2015

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